Esa clase de gente 
(que a otra gente le gustaría ser)

Acrílico sobre lienzo, 100x81 cm, 2021

En 1981 se estrenó una película en las carteleras americana que venía firmada por Blake Edwards, el célebre director de “Desayuno con diamantes” o “La pantera rosa” y que protagonizaba Julie Andrews, la actriz que había triunfado en taquilla con “Mary Poppins” y “Sonrisas y lágrimas” y que, en aquel momento de su carrera, buscaba salir de cierto encasillamiento en los papeles que le ofrecían. Algunas críticas definirían aquella obra como un musical pero a buen seguro es más acertado etiquetarla como una comedia con canciones. “Victor o Victoria” se basa en una mediocre cinta alemana de 1933 pero cuyo argumento nos plantea por primera vez la historia de una mujer que finge ser un hombre que finge a la vez ser una mujer, algo tan absurdo que nadie en sus cabales podría creer. Sin embargo incluso de las premisas más extrañas, cayendo en buenas manos, se acaban tejiendo historias formidables.

 

Tiempo antes Bob Fosse había alcanzado con “Cabaret” un notable éxito de crítica y público, adaptando la novela “Adiós, Berlín” de Christopher Isherwood. De aquel film permanecen en nuestra memoria muchos temas musicales, coreografías rompedoras y también la descripción de cierta ambigüedad moral y sexual, el ambiente libre y decadente de la Alemania anterior al ascenso del nazismo. Frente a ello, “Victor o Victoria”, ambientada en un idealizado París de 1934, se nos puede antojar como su reflejo amable: no intenta exacerbar el drama de unos personajes que sufren por ser quienes son y amar a quienes aman. Pero en su aparente levedad, su optimista alegato por el amor sin prejuicios no deja de ser menos necesario en nuestros días, con el auge de los discursos del odio, ocultos bajo mil y una máscaras deformes. En verdad, se pueden defender muchas ideas bajo el paraguas de la ironía. Al fin y al cabo, como ya lo habían demostrado antes genios del cine como Lubitsch y Wilder, el humor es una arma que, bien afilada, puede con todo.

 

Antes de continuar, es posible que al escribir este texto adelante giros de la historia, los temibles “spoilers” y, para quienes aún no hayan visto la cinta, creo que no hay mejor homenaje a una película que descubrirla sin adelantos. ¡Avisados quedáis si seguís leyendo!

 

La estrella de la función es Victoria Grant (Julie Andrews) o podríamos decir su “alter ego” masculino, el misterioso y ambiguo conde Víctor Grazinski, un personaje que se inventa, junto a su amigo Toddy (Robert Preston), una “vieja reina” que nunca ha creído en los armarios, para  triunfar en París y recibir aquellas oportunidades, aquel éxito que como mujer siempre se le ha vedado.

 

Junto a “Toddy”, Robert Preston como espléndido robaescenas, completa el elenco principal James Garner, interpretando a King Marchand. Su personaje es un hombre del hampa, chapado a la antigua y seguro de su sexualidad y de su lugar en la sociedad, hasta que descubre aterrorizado como todo su mundo se viene abajo al sentirse atraído por un travesti que canta. Junto a ellos, Lesley Ann Warren da vida a Norma, la exuberante y chispeante amante despechada y Alex Karras al fiel y taciturno escudero “Squash” Bernstein.

 

Dicen que un particularmente inspirado Blake Edwards escribió todo el guión de la película en un único mes. En su libreto, “Victor o Victoria” nos propone la idea de ser tú mismo a pesar de todo y nos asegura que el amor está por encima de los prejuicios de la sociedad. Pero la cinta no solo defiende a los personajes homosexuales, travestidos o de “genero fluido” sin ridiculizarlos, sino que ya cuatro décadas atrás nos plantea la necesidad de emancipación de la mujer, un verdadero empoderamiento feminista “avant la lettre”.

 

Así, por ejemplo, cuando en un momento del relato King Marchand le propone a Victoria seguir como pareja, sin ocultarse de las miradas ajenas, plantea lo que le parecería más natural desde su punto de vista machista: conminarla a ella a desprenderse de su personaje artístico, el conde Grazinski, y dejar de ser a ojos de los demás dos hombres que se desean. Sin embargo, Victoria se opone y lo hace con un argumento indiscutible: gracias a su creación, ella se gana por fin la vida como cantante, no depende de nadie y no quiere sacrificar esa libertad por una relación sentimental. Como transformista tiene mucho más poder del que tuvo nunca como mujer.

 

La libertad de expresarse sin cortapisas es otro de los ejes principales de la trama. En otro momento de la película vemos que para Victoria y King resulta frustrante poder bailar sólo en determinados espacios seguros, aquellos clubs cuyas puertas se cierran con llave, o retenerse antes de coger de la mano o besar a quien quieres en la calle. Y es que un gesto en apariencia tan trivial y hermoso, a ojos de una sociedad hostil, es todo un desafío, salvo en pequeños reductos clandestinos de tolerancia. Si hasta aquel momento en sus relaciones anteriores, tanto Victoria como Marchand han podido mostrar el amor sin cortapisas ahora, dos hombres a los ojos de los demás, echan en falta ese privilegio. Se hayan encerrados en una prisión invisible, la del disimulo, la de la ocultación, la del miedo en la que otros, en cambio, siempre han permanecido.

 

La historia también visibiliza el asfixiante peso del armario. Por eso Marchand no entiende que Squash, su guardaespaldas, al que conocía de siempre como un jugador rudo y buscapleitos, sea homosexual. En un momento dado, éste le responde que “si no quería que le llamaran marica, uno se convertía en un jugador de rugby canalla y camorrista”. Y es gracias a la peculiar relación entre Marchand y Squash, en uno de los gags más inspirados del metraje, que descubrimos la necesidad de tener referentes para atrevernos a ser quienes somos. En ese sentido hay una anécdota en la que la frontera entre realidad y ficción se difuminan. Posiblemente la inspiración de ese diálogo vino de la propia biografía de Alex Karras, el actor que da vida a Squash.

 

Karras había jugado durante una década como defensa de los Detroit Lions de la liga de rugby americana en donde se convirtió en una figura temida tanto en los campos por sus rivales, como respetada en los vestuarios por sus compañeros. En la temporada de 1968 coincidió con un fichaje nuevo, David Kopay, que no acababa de encajar en la dinámica del grupo. Cuando algunos jugadores intentaron meterse con el joven, cuestionándole en lo personal, Karras, que intuyó cuál era el verdadero dilema del recién llegado, cortó en seco cualquier broma u ofensa contra el muchacho. Desde entonces, forjaron una buena amistad y cuando Kopay salió del armario en 1975, Karras fue de las pocas personas del entorno deportivo que no dio la espalda a su antiguo compañero de filas hasta su fallecimiento.

 

Otra anécdota sobre la película es el intercambio de votos que hacen los papeles interpretados por Victoria y Marchand. Cuando proponen “no hacer planes para el mañana pensando en el pasado y que vivirán su relación día a día”,  no están sino repitiendo los votos matrimoniales que la actriz hizo a su marido, Blake Edwards, el día de su boda en la vida real.

 

Aparte del vestuario y los decorados art decó, la música es la otra gran alma de la película. Henry Mancini, un viejo colaborador de Blake Edwards, junto al letrista Leslie Bricusse fueron los encargados de la partitura original que combina con fluidez apuntes de jazz y fox-trot. Sin embargo, a diferencia de un musical puro y duro, las canciones no detienen nunca la trama sino que la acompañan empujándola hacia delante. Así, por ejemplo, mientras el número “Le Jazz Hot” sirve para descubrir la figura del conde Grazinski o “You and me” es un alegato a la amistad sin ataduras, “Crazy World” ahonda en el momento turbulento que vive la relación de Victoria y King Marchand.

 

En la gala de los Oscars de aquella edición, mientras Julie Andrews optaba al galardón por su interpretación del conde Grazinski, en su apartado masculino, Dustin Hoffman era nominado por su rol femenino en “Tootsie”. Hubiera sido una coincidencia maravillosa pero, al final de la velada, sólo él se llevo la estatuilla a casa… Por desgracia, ¡la Academia nunca entendió el chiste!.
  

 

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