Bandera blanca

Acrílico sobre lienzo, 100x81 cm, 2022

"El fantasma de la guerra regresó a los campos de esta vieja tierra, empecinada en olvidar su cruenta historia. Al inquietante aullido de las sirenas le replicó la marcha atronadora de los bombardeos y, tras ellos, un silencio denso y espectral se precipitó por las calles vacías, tiñendo de ambigüedad y temor las miradas ocultas tras las ventanas. Después de los primeros derrumbes, un grito desgarrado se adueñó de la ciudad, elevando al cielo el desesperado llanto de las víctimas, como rezos que ningún dios iba atender jamás".

 

No hay bandera ni patria que merezca la muerte de un ser humano, no hay gloria en las heridas que uno recibe ni infringe, ni dignidad en las atrocidades de las batallas. Y si el arte ha dotado de una patina mezquina de majestuosidad a la guerra quizás sea porque así convino a sus estrategas en la retaguardia, a quienes detentan el poder pero nunca pagan el precio del sacrificio que les corresponde.

 

Sin duda el gran desastre que supuso la I Guerra Mundial hizo despertar a los jóvenes de una y otra nación de esas nobles pero equivocadas causas por la que se alistaban. Quizás fue la primera contienda en la que deshumanización de las condiciones que padecían las tropas, plagadas por el hambre, el hacinamiento o las enfermedades, y diezmadas por el arsenal químico o la irrupción de la aviación como instrumento de combate, condujo la historia a la paradoja de un callejón sin salida. De seguir su instinto, la humanidad pronto alcanzaría la terrible capacidad de destruirse por completo a sí misma.

 

Así el despertar de cada mañana en la línea de frente se convertía en un frágil regalo de vida y, a la vez quizás, en presagio de una despedida. En ese delicado equilibrio, aquellos reclutas se aferraban a cualquier símbolo que les diera fuerzas para vencer el miedo y luchar. De este modo, algunos dejaban volar el pensamiento hasta quienes anhelaban su regreso mientras otros buscaban en su fe un sentido a aquella barbarie. Había quienes se consolaban leyendo una y otra vez las maltrechas cartas que sus seres queridos un día les habían enviado, como había quienes simplemente intentaban olvidar con algo de tabaco o bebida conseguidos de contrabando. En ocasiones incluso algunos soldados adoptaban un gato o un perro al que cuidar, fuera del fragor de la batalla. Aquellos muchachos no hubieran dudado en disparar a matar a un enemigo pero, en la penumbra moral de la guerra, en la oscuridad de la trinchera, era aquel afecto, el cuidado que daban a un animal inocente el que les impedía enloquecer.

 

Cuentan que la noche de navidad de 1914 cerca de Ypres, unos soldados alemanes empezaron a cantar villancicos para calentar el ánimo y olvidar las penurias que padecían. Al cabo de un rato, los combatientes británicos replicaron entonando otras canciones en su idioma, sospechando que podría ser una treta del ejército contrario. Pero de alguna manera, unos y otros decidieron salir de sus escondites desafiando a sus oficiales, en una improvisada tregua, para compartir tabaco, bebida y alimentos y enterrar con dignidad a sus compañeros caídos. “Fröhliche Weihnachten!”, exclamaron unos, mientras otros respondían “Merry Christmas for everyone!”. Y entonces una humilde pelota de trapo obró el milagro de conseguir que reclutas de uno y otro ejército acabaran jugando un partido de futbol sobre el lodo, olvidando el dolor y las ausencias hasta que la noche llegó a su fin.

 

En verdad son muchas más cosas las que compartimos que aquellas que nos alejan. Esa es la verdadera lección que nunca alcanzamos a aprender. Sería hermoso pensar que en el mañana el único estandarte que ondee en nuestros mástiles sea la insignia blanca de la paz y que, al callar las armas para siempre, el carcomido espectro de la guerra marche para no regresar.
  

 

Enlace en alta resolución: www.flickr.com/photos/santasusagna/52194246944

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