Bailando con extraños

Acrílico sobre lienzo, 100x81 cm, 2021

Cuando era niño la ventana de mi dormitorio daba a una calle estrecha y mortecina que desembocaba en una avenida principal del vecindario. A escasos pasos del cruce, existía un local cuyo rótulo en neón sólo despertaba de noche, parpadeando con sus colores brillantes a quienes vagabundeaban a aquellas horas por el asfalto. Cuando iba o venía de la escuela, en cambio, sus puertas permanecían siempre cerradas, ajenas al latido de la ciudad y el ajetreo del tráfico y los transeúntes por las aceras, despertando en la curiosidad de un niño un misterio casi insondable.

 

Sin embargo, como en un cuento cuya historia se va revelando con lentitud, desde aquel lugar algunas madrugadas flotaban hasta mi ventana voces distantes que reían y gritaban palabras cuyo significado entonces desconocía. En el abrir y cerrar de las puertas del local, se escapaba el ensordecido eco de una música y un coro disonante de gargantas entumecidas por el humo.

 

En ocasiones, ya en las aceras, las conversaciones se elevaban de tono y los hombres empezaban a pelearse entre sí, o se dirigían a las mujeres que les acompañaban con desdén, farfullando frases atropelladas por el alcohol. Ellas respondían defendiéndose a gritos o lloraban, mientras se escuchaba el repiqueteo de sus zapatos escapando del lugar. Recuerdo como al alba, sólo la sirena de una patrulla acercándose a aquel maldito cruce, con su aullido pendular que despertaba a los perros del barrio, lograba amortiguar el ruido de esas voces desdichadas.

 

Una mañana, sin embargo, al pasar en frente de aquel club, leí que el local se había puesto a la venta y respiré con cierta tranquilidad. Mi madre siempre me había aconsejado que no me detuviera delante y que, en ningún caso, mirara adentro si, giradas las puertas en sus goznes, permitían franquear el paso a la mirada, como si aquel lugar fuera un monstruo durmiente y voraz, dispuesto a engullir a los niños curiosos que osaran tentar sus fauces.

 

Quizás nos sorprendería conocer la vida que tienen los establecimientos que frecuentamos, descubriendo como las casas saben disfrazarse de las necesidades que tienen sus moradores en cada momento. Un tiempo más tarde, y tras un lavado de cara, aquel antro misterioso a los ojos de un niño se convirtió en un modesto taller de coches en donde los vehículos languidecían jornadas enteras a esperas de una oportuna cura.

 

Nadie que hubiera pisado aquel lugar podría intuir que, sólo un tiempo antes, aquellas mismas paredes habían satisfecho deseos fugaces y urgentes, apaciguando la soledad de los clientes a merced de su billetera. Pienso también en la necesidad que aquellas mujeres, quizás también chicos, debieron sentir para entrar en ese juego perverso que les devoraría el alma, bailando con extraños, ofreciendo al mejor postor un querer de contrabando, mientras intentaban recomponer al alba los jirones del amor propio que les pudiera quedar.

 

 

Enlace en alta resolución: www.flickr.com/photos/santasusagna/51136999653

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