De pequeño, si escuchaba la llamada del viento, repiqueteando a través de las persianas de la habitación, dejaba los cuadernos de estudio a un lado y cerraba los ojos. Creía que la brisa, al agitar las hojas en los árboles y al peinar los campos sembrados, intentaba hablar con nosotros. Entrometido y curioso, el aire escuchaba incesante historias, robando sus palabras, para llevarlas tan lejos como pudiera, allá dónde hubiera quien las quisiera recibir.
Al crecer, hubo un breve tiempo en el que podíamos ser aquello que nos propusiéramos. La vida era un libro en blanco esperando nuestra mano y un lápiz en sus páginas. Me imaginaba creciendo rodeado por mis amigos de entonces, corriendo rápido, tan rápido, hasta que un día aprenderíamos a volar, siempre dejándonos guiar por la libertad de perseguir nuestros propios sueños.
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