Nacido a principios del siglo pasado, el jazz y sus numerosas escuelas y estilos forman parte del paisaje sonoro de una época. A caballo entre la música popular negra y la era de las grandes orquestas por un lado y el advenimiento del rock como género preferido por la juventud por otro, hubo un interregno en el que el jazz se convirtió en el sonido de moda y sus intérpretes, como Charlie Parker, Billie Holiday o Chet Baker, en celebridades que brillaron con intensidad hasta ser consumidos por su leyenda.

Quizás dejándome llevar por los tópicos, quizás porque en esas generalizaciones también se esconde algo de verdad, al pensar en el jazz, mi mirada se vuelve hacia la penumbra de los ambientes cargados de humo, de las salas que sirven de refugio para aquellos que no se encuentran a sí mismos, hacia el blanco y negro de la década de los cuarenta o cincuenta. Es una proyección hacia el pasado y los años de esplendor del género, pero también hacia un mundo que sigue existiendo hoy, al resguardo de los vaivenes caprichosos de la moda, atesorando en las notas sueltas de su pentagrama una forma única de espiritualidad e improvisación.

A mi entender, parte del incesable encanto del jazz es su capacidad de evocar, en un juego infinito de reflejos. Puede que esta rosa de medianoche recuerde el título de una canción sobre el amor y la pérdida, o que invoque el apodo de una intérprete, o que sus letras, escritas en el rotulo de un local que sólo abre de madrugada, parpadeen cansadas, diluyéndose frente a la oscuridad.

Dejemos que la música suene, bajo su propio compás, y que ella nos ofrezca la respuesta que estamos esperando.

¡Muchas gracias, Anna, por este proyecto!

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